En primera persona y omnisciente: haciendo trampas

Cuando comencé a escribir las primeras líneas de La historia triste de un hombre justo estas fueron esbozadas en tercera persona, concretamente con un narrador omnisciente —que todo lo sabe—. A medida que iba tallando las palabras de mi novela me di cuenta de que necesitaba intensificar aún más las sensaciones del personaje principal: Dragos Corneli —que te presentaré un día de estos—. Al final cambié a primera persona. Esta necesidad surgió por lo ventajoso del método: acercar el personaje al lector; hacerlo cómplice de sus palabras y sumergirnos en sus pensamientos. Pero esto tenía un punto en contra: sacrificar las ventajas que nos da la tercera persona. 

No sé si lo sabías, pero la narración en primera persona cuenta con algunas dificultades. Una de ellas es que el lector no podrá saber más allá de lo que sepa el personaje narrador; no podrá ver más allá de lo que ve el protagonista, ni saber cosas que están ocurriendo en los pensamientos de quienes se relacionan con él. Aunque esto pueda resultar una ventaja para construir la historia a través del misterio o el suspense, también es un arma de doble filo, pues podríamos enhebrar la trama de forma forzada: por ejemplo, que tu personaje escuche algo que te interesa que sepa, aun siendo la escena muy artificiosa, metida con calzador ¡Demasiada casualidad! Esto rompe con la llamada suspensión de la incredulidad —una herramienta narrativa que también tocaremos en otro momento—.

Pero ¿sabes qué? He hecho trampas…

Tal como te lo cuento, porque he regalado a mi personaje principal algunas facultades de la tercera persona: en concreto, una «pequeña porción de omnisciencia». Al fin y al cabo, mi mundo es fantástico, y he dejado que las hebras del tejido de mi fantasía hayan trepado hasta detrás de bambalinas, donde se construye el escenario de mi historia. ¿Cómo he hecho esto? Por supuesto sin afectar a esa suspensión de la incredulidad. 

Te explico el método. La magia de mi mundo está basada en la armonía de la existencia, en la música de las cosas. Toda la vida está en continua vibración, y es traducida sólo por quienes tienen conocimientos musicales a un lenguaje propio de sensaciones y emociones. Este lenguaje es la música, por supuesto, un algoritmo que les permite traducir esa energía del mundo. Y, efectivamente, esto también se extiende a sentir lo que se oculta tras los pensamientos de las personas. De esta manera, mi personaje principal sabe cuándo le están mintiendo, o qué podría estar pensando alguien. Incluso sabe cosas que están ocurriendo en otros lugares con tan sólo concentrarse.

Hasta aquí no he inventado nada, muchas novelas contienen estos elementos. Pero ¿y si te digo que los he adecuado a mi estilo de narración?

En efecto, este trozo de omnisciencia no es sino una pequeña licencia, una licencia que me tomo para que el personaje principal pueda contarte elementos que sólo un narrador en tercera persona podría plasmar sobre el papel. Es un truco que me ha permitido sacar una cosa buena del narrador omnisciente, y al mismo tiempo mezclar esta información con las sensaciones más cercanas de Dragos el bardo, el protagonista de la novela.

Hay que decir que no siempre es capaz de hacerlo —no se puede abusar de ello—, y esto es bueno porque a veces nos interesa que el personaje sienta incertidumbre ante los demás.

Ya lo ves, la música de las cosas, la melodía que se oculta bajo la existencia es real, y puede delatarnos frente a un armonista, un bardo o, si lo prefieres, un conocedor de las vibraciones de la materia. Por eso, cuando el 5 de noviembre de este mismo año se estrene la novela, no receles de pensar cosas acerca del protagonista y sus andanzas; quizá pueda leerte las emociones e invitarte a entrar en mi mundo; ya sabes, llevarte de la mano por los lugares que tus pensamientos y tus sensaciones exijan. Al fin y al cabo, no te olvides que trabajo para ti, y Dragos Corneli también lo hace.

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Un abrazo,

Ángel G. Olmedo

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