El mejor físico del Imperio

Un relato de Felindante Pelgrin

«Hoy será un día desagradable», pensó el físico, y no le faltaba razón: este tipo de encargos médicos solían ser traumáticos. No sólo para el paciente, sino para el mismo facultativo; normalmente estaba de buen humor, pero el asunto de aquel día era especialmente delicado.

Abriéndose paso entre el mar de gentes se introdujo por las grandes puertas de la muralla del distrito, llegando a la Lonja de Prósperos. El asfixiante vapor de las tuberías condensaba aún más el aire del colosal recinto, lo que hacía que nuestro orondo amigo tuviera serias dificultades para tomar aliento; la garganta reseca le pinchaba con el sabor acre de la caverna metálica. Al cuarto empujón de hombro decidió que no podía más. Se retiró a un rincón oxidado arrancándose como pudo del torrente de personas, junto al tenderete de un artifero, y allí sacó con torpeza un electuario de su maletín. El contenido era repugnante, pero necesitaba calmar los mareos y los nervios. Una irónica decisión, pensó, dado que casi se desploma del vértigo cuando, al echar la cabeza hacia atrás para beber del pomo, su visión se vio abrumada por la inconmensurable altura de la techada del subterráneo.

Así era la Lonja de Prósperos, el mayor centro de comercio y una de las grutas metálicas más gigantescas de la ciudad-Estado de Ísbar, y confluencia de tres distritos, pues este era el punto de unión de sus murallas. Y en el interior de este gigantesco amasijo de herrumbre oxidada se hallaba también su destino: la cárcel de Tierraférril, donde le esperaba su paciente.

Aferrando su maletín contra el pecho llegó por fin a las puertas del penal, y allí le recibió un ujier presuncioso y almidonado. Lo normal en la conversación que se esperaba: ¿Es vuesa merced el señor Felindante Pelgrin?; le estábamos esperando; por aquí por favor, no queda mucho tiempo.

El facultativo fue conducido por uno de los pasillos, y al cabo de un rato el óxido de las paredes dio paso a la roca pulida. El camino se estrechó de súbito, pero la sensación de claustrofobia se disipó con la oscuridad densa del pasaje sinuoso, aplacada tan sólo por la linterna del guía. Decidió, sin embargo, que el incómodo silencio pesaba mucho más.

—¿Quién es el mecánico que lleva el caso? —preguntó, por dar algo de conversación.

—El único que ha habido en los últimos siete años: el ilustre físico Agónico Boraz. —Se paró en seco y echó a Felindante una mirada inquisitiva—. El mejor para estas cosas, señor Pelgrin, así que no nos malinterprete vuestra merced; si se le ha llamado es porque su señoría Boraz está enfermo, muy enfermo. Y sus manos ya no son lo que eran.

—Entiendo.

Se sostuvieron la mirada unos segundos y la incomodidad dio paso a una tensión desagradable. Felindante no soportaba estos bretes; apartó los ojos del ujier y éste dio un suspiro de hastío.

—Lo que va a ver es sumamente espantoso, señor Pelgrin. 

—Ya estuve aquí una vez y conozco al señor Boraz. He visto mucho sufrimiento en el taller de los autómatas.

El hombre arrastró sus ojos desdeñosos por toda la figura del físico.

—Espero que su señoría no se equivoque con vuesa merced… —musitó, y se volvió al camino— ¡Por aquí!

—Que me place…

Al fin llegaron al otro extremo del pasillo, y a la mirada se desplegó una sala de piedra bañada por la luz mortecina de unas pocas bujías. Se encontraba extrañamente silenciosa para el uso que solía tener; la última vez que visitó el lugar los lastimosos gemidos se derramaban hacia la oscuridad de los sumideros, junto a la bilis y los desechos. Ahora, la mayoría de las mesas de operaciones estaban vacías y limpias, salvo por un cuerpo o dos al cuidado de un barbero novicio que los observaba con aire mustio. «Ni siquiera huele a sangre», pensó Felindante. «¿Tan obcecado han estado con un único paciente?». Pasaron entre las filas de mesas hasta dar con una puerta oxidada y pesada. Es aquí, dijo el ujier, y tiró de la plancha con un chirrido estremecedor.

Dos figuras lacónicas ocupaban una celda de no más de diez varas cuadradas. La primera yacía tendida sobre una mesa de operaciones, mientras la otra la velaba sentada en una silla, la mirada ausente. La única luz que entró en la habitación era traída por los recién llegados, lo que evidenciaba que quienes se hallaban dentro estaban sumidos en las más profundas tinieblas. Con esforzado visaje, la persona del asiento miró a la puerta, parpadeando dolorosamente ante el brillo de la linterna: un hombre de rostro estropeado, quizá más por el cansancio que por la edad, masculló unas trémulas palabras.

—¿C-Corono?

—Sí, señoría —contestó el ujier—. Y el señor Felindante Pelgrin, como mandó a llamar.

Agónico Boraz se levantó con repentina energía y se acercó a la pareja. El crujido de la silla consternó al joven de la mesa, que lloriqueó en un sueño febril, como si adivinara que su cuidador se alejaba de su catre. El brazo derecho le daba espasmos horrorosos.

—¡El s-s-s-señor F-F-Fe…! —farfulló, y siguió en su costosa tarea de pronunciar el nombre.

—Felindante —ayudó el físico, y el otro arrancó al fin el nombre.

Corono el ujier cerró la puerta y la luz se condensó en el lugar, bañando el maltrecho cuerpo de la mesa: un hombre de no más de veinte años, con multitud de heridas supurantes. Las gasas se apelmazaban rodeando su contorno con fin de frenar el chorreo de la sangre, que se escurría irremediablemente hasta el suelo en finos hilos carmesíes. 

—¡Vive Dios! —exclamó Felindante—. ¡¿Qué le habéis hecho, señor Boraz?!

 —T-tiene dif… dif… 

El ujier dejó la linterna sobre la silla con un golpe sordo, reclamando atención.

—Lo que su señoría Boraz quiere decir es que el cuerpo no responde a la transformación. Se han implantado las prótesis, la placa torácica y el revestimiento en la espalda; y, por supuesto, se le ha ido administrando los medicamentos a tiempo, los sedantes y el fósforo rojo. —Señaló allí donde la piel presentaba escamas—. ¿Veis las costras y las durezas? Parece que responde bien a todo ello. Pero…

—Pero creéis que ha contraído tétanos —interrumpió Felindante mirando el brazo tembloroso, y los otros demudaron sus rostros con gran temor.

Dejó el maletín junto a la mesa y empezó a menear su cacharrería desordenada, buscando algo. El temeroso señor Pelgrin vivía con mente preocupada, y tenía fama de hombre pusilánime, pero cuando se inmiscuía en su tarea su mente se hacía facunda y resuelta. «Ese brazo tiembla demasiado» observó, «pero no hiede a bilis, y eso es buena señal». 

Agónico Boraz habló de nuevo:

—N-no podemos permitir perderlo —dijo dificultosamente—. ¡Éste, no!

Felindante sacó un destornillador y se alzó sobre el cuerpo tembloroso. 

—¡Aguantadlo!

Y los hombres obedecieron mientras el físico desatornillaba una de las placas que el enfermo tenía incrustada en su clavícula. No hubo mucha resistencia a causa de la debilidad del tullido. En menos de un minuto logró retirar la plancha metálica y al descubierto se revelaron la piel reseca y el hueso limpio, con los orificios diáfanos de los clavos. La herida de la operación parecía curarse apropiadamente.

—Aquí los humores están bien. Hay que moverlo sobre el costado izquierdo.

Tras voltear el cuerpo, Felindante repitió la misma tarea, esta vez con una placa semicircular que cubría la nuca y los trapecios, como una gola protectora fijada para proteger las vértebras. Esta pieza requirió más tiempo y minuciosidad para ser retirada, pero tampoco se encontró signos de humores corruptos, ni pus ni flemas podridas. Con todo, el temblor del brazo aminoró.

—No es tétanos —dijo al fin, y dos suspiros sonoros se adueñaron de la pequeña celda—. Parece que era el nervio del brazo, que estaba aprisionado por los músculos de la espalda. Ya lo he visto otras veces, señor Boraz: muchos autómatas se han dado por perdidos por esto. Todos los cuerpos son diferentes, y las inervaciones no siempre están en el mismo lugar. —Colocó dos gruesos dedos bajo un orificio—. Colocad la próxima grapa aquí, y veréis que responderá mejor.

Felindante estuvo a punto de dar la referencia de un tratado de anatomía que escribió hace años, pero ahora era él quien tartamudeaba, y la aprensión y la timidez le sobrevinieron de nuevo. En esta Ísbar, adueñada por la moral eclesiástica, explorar los cuerpos era pecado venial. Sólo las operaciones como aquella estaban permitidas: la transformación de un reo a un autómata, una máquina al servicio del funcionariado: corchetes, postillones y otros mercenarios de cuerpos insensibilizados y mentes muertas. Cáscaras al servicio ciego de la Ley; objetos andantes, obedientes a las órdenes. La mayoría terminaban pereciendo en el proceso, y eran desechados junto a la herrumbre usada durante la operación. Sin embargo, uno de cada diez casos era exitoso, y el condenado volvía a tener una segunda vida —si se le podía llamar vida a aquel limbo aséptico—. Era un riesgo asumible para los condenados a muerte; quizá la consciencia pudiera asomarse de vez en cuando a través de unos ojos exánimes. Todo sea por que el corazón siga latiendo…

Pero tanta aprensión por la vida de aquel hombre iba más allá de la del mismo reo. Estaba claro que el joven no era un cualquiera. 

Felindante estuvo tentado de preguntar la identidad del paciente.

—¡Vuestro trabajo ha concluido, señor Pelgrin! —apremió el ujier sonriente, como si adivinara sus pensamientos—. Gracias por vuestro servicio. Arriba os darán una libranza para cobrar el trabajo en la tesorería del corregimiento. ¡Ya nos ocupamos nosotros!

En ese momento un estruendo metálico les removió las vísceras por dentro del cuerpo, mientras que la luz se hizo más débil en el cuarto. Conocieron que el muchacho tenía un episodio de consciencia y había logrado alcanzar la lámpara, tirándola de un manotazo. Antes de que pudieran retirarse el paciente cobró bríos y su mano curada aferró la gola de Felindante Pelgrin con violencia, ahorcándolo. El físico se sintió desfallecer, pero los dedos del autómata perdieron su momentánea fuerza, soltando el cuello del facultativo. Agónico Boraz había colocado un pañuelo impregnado de un ungüento fuerte en la nariz del joven, sometiendo sus ansias asesinas, y la mano perversa cayó colgando bajo la mesa. Pero Felindante logró a ver el tatuaje en la mano oscilante que acababa de caer: las iniciales de la familia Kesen. 

¡Claro! Hacía meses que oyó la noticia y la había olvidado: el hijo del marqués Agris Martiso y Kesen, grande de Ísbar, condenado a muerte por el asesinato de tres niños. Otrora, el poder y la entereza del anciano habrían exculpado —encubierto más bien— las acciones de su hijo; pero ahora su padre era un pobre desvalido cuyas influencias se habían reducido a los favores de su amigo Gresnan Cot, el valido de Su Majestad Imperial. Un poder inconmensurable, claro, pero insuficiente cuando la mayoría de las familias nobiliarias estaban en contra del marqués. Su excelencia Gresnan no pudo conseguir el indulto para el hijo de su amigo, pero sí preservar su vida en una cáscara sin alma, suficiente para hacer compañía a un padre durante los últimos días de su vida —y para que limpiara los estropicios provocados por el descontrol de sus esfínteres—.

Felindante no dijo nada, tomó sus herramientas y las arrojó en su maletín, asustado y resentido por tantas negligencias. Cruzó la sala de operaciones ante la mirada desgarbada del novicio y recorrió a ciegas el camino de vuelta. En las oficinas le dieron la libranza con sus honorarios, donde figuraba también el trabajo realizado. Arrugó el papel con malas formas y se lo guardó en un bolsillo de la pretina. Quería terminar con todo aquello cuanto antes: ir a la tesorería de Prósperos, expedir el documento y cobrar los escudos de oro, con los que tendría para aguantar unos dos o tres meses. No quería, siquiera, dejar prueba alguna de su paso por este infame lugar lleno de incompetentes.

Entonces, cuando estuvo a punto de salir del penal, un pensamiento le vino a la mente. La libranza que tanto le incomodaba, y que era prueba de su paso por la cárcel de la Lonja de Prósperos, cobró entonces una importancia singular, y la sacó para estudiarla con esmero. Leyó y releyó la motivación del cobro, donde figuraban el nombre del paciente y la obra realizada. No era un trabajo que pudiera hacer cualquiera.

¿Acaso merecía este trato siempre? ¿Él, Felindante Pelgrin, al que todos adulaban por su pericia y su conocimiento de la física del cuerpo? ¿El mismo al que luego repudiaban por no plegarse a las galanterías de los pisaverdes? ¿El mismo al que llamaban para resolver casos complicados de medicina, y luego despachaban con un mugriento papel con el que cobrar unas cuantas monedas?

«No» siseó, «esta vez no». Él era Felindante Pelgrin, el mejor físico mecánico de todo el Imperio, desde Puertas de Irene hasta el Puente de Tierrafértil. Hoy no cobraría el oro.

Se guardó el documento, esta vez finamente plegado, dentro de su preciado maletín, y antes de salir por la puerta se echó el bulto al pecho como solía hacer. Suspiró hondo y se llenó de resolución. Era hora de jugar sus propios naipes. Era hora de hacer una visita a Agris Martiso y Kesen, grande de Ísbar, amigo del mismo valido del emperador, y contarle cómo había salvado la vida —la segunda vida— de su hijo. 

Era hora de tomar el puesto que se merecía. 

Y ciertamente lo logró, pues el médico Felindante Pelgrin es un personaje apegado a la vida palaciega, además de ser amigo íntimo de Dragos Corneli, el protagonista de La historia triste de un hombre justo, que se publicará el 5 de noviembre. Por otro lado, ya queda menos para que vuesa merced pueda leer —y escuchar— el primer capítulo, que se liberará gratuitamente el 15 de septiembre.

Así que ya lo sabe: no se conforme con el desprecio de unas cuantas monedas y haga como nuestro amigo, el señor Pelgrin. Si se encuentra con un pisaverde clasista y desaprensivo que le despacha, tras disponer de su talento, siéntese a su mesa y juegue con sus mismos naipes, siempre y cuando exista ventaja. Desbancar a quienes se pasan la vida pisando a los demás es doblemente delicioso: por la derrota del ladino y por la victoria de vuesa merced.

Ángel G. Olmedo.

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