A veces apetece apretar el gatillo

Hablo en sentido figurado, claro. La literatura es el arma; las balas, las palabras. Pero a veces apetece apretar el gatillo…

A veces apetece apretar el gatillo para desquitarte contra la maldad, la imbecilidad y la dejadez galopantes de nuestro sistema de vida, de nuestro mundo. La literatura es un refugio, pero también una forma de luchar contra la adversidad. A veces, la literatura se convierte incluso en una guillotina. 

Hablaba de ello con un amigo hace poco, y concluimos que las historias que encontramos en la literatura a menudo son producto del desquite personal de quien las escribe. Podemos identificar esos visos de realidad sólo si hemos meditado lo suficiente —o nos hemos deleitado— sobre ese sufrimiento. ¿O acaso no es cierto que muchos de los libros que leemos —y en especial los clásicos— no son más que la venganza personal de sus autores, en aras de sosegar un espíritu agotado?

Por mi parte, te aseguro que es así.

Los libros, las lecturas, son un asidero para soportar la realidad, para sentir que hace tiempo existieron —y existen todavía— personas que te comprenden y se sienten como tú. Te toman de la mano, y te dicen que no estás en medio de la soledad, que hay otros que te consuelan. En los libros descubrimos la aflicción de hombres como Valle Inclán, cuando nos hablaba de aquella España de principios de siglo —escenario que bien se parece en muchas cosas al de la España actual—. Otras veces descubrimos a una Emilia Pardo Bazán que grita a través de sus cuentos la injusticia sufrida por el maltrato a las mujeres, esgrimiendo un feminismo embrionario contra la sociedad decimonónica.

Pero, además de los autores clásicos y atemporales, todos escribimos por algo más que contar historias. Los autores tomamos la carga que soportamos sobre nuestros hombros y la derramamos a través de los brazos sobre el papel. No nos queda otra, esa es nuestra necesidad, nuestra manera de vengarnos. Escribir un libro o componer una canción viene de la mano de muchas cosas, pero en el fondo creo que tienen la misma pulsión emocional: descargar de alguna manera nuestras inquietudes.

Y no sólo en los libros o las canciones; algún día te contaré la anécdota de cómo enhebraba la literatura y la música y componía así una bala. Entonces miraba a un concejal a los ojos y, con una agrupación valiente, le cantábamos una letra que disparábamos sin piedad delante de toda la ciudad y los medios de comunicación. Exponíamos sus vergüenzas, sus desfalcos económicos e intelectuales. Eso nos hacía grandes por unos instantes, pero más allá de la ovación del público, encontrábamos un breve espacio de justicia social. Esa catarsis colectiva, ese espacio compartido entre los autores y la audiencia es por lo que este oficio, en ciertas ocasiones, merece la pena.

Porque estas cosas mejoran si se disparan sin anestesia, sin piedad. En mi libro te aseguro que me pasa lo mismo: no tengo clemencia cuando aprieto el gatillo. Pero bueno, eso ya lo descubrirás tú el 5 de noviembre, cuando se lance La historia triste de un hombre justo, y veas las cosas que critico en la novela.

Mientras tanto podrás leer —o escuchar— el primer capítulo, que se publicará totalmente gratis el 15 de septiembre. ¡Ah, y sígueme en Instagram para ir viéndonos en nuestro día a día!

Un abrazo,

Ángel G. Olmedo.

P.D.: Si algún día quieres, tomamos una guitarra y te canto la canción. Te iba a poner la letra, pero lo haré en otra carta, para que veas las cuatro cosas que le dijimos en un escenario a varios cargos, enfrentándonos a ellos. Porque, a veces, hay que enfrentarse al poder.

Deja un comentario