Un día de perros

¿Sabías que fui perrero? Y tuve más de un día de perros, te lo aseguro…

Para ser exactos, trabajé como director de una perrera durante casi dos años interminables en Los Barrios, una localidad del Campo de Gibraltar. Yo fui quien gestionó durante todo ese tiempo la recogida de animales domésticos de toda la comarca, de los siete municipios (ahora son ocho), que se dice pronto.

Y no, jamás de los jamases, bajo mi supervisión, se sacrificó sistemáticamente a animal alguno (no podría vivir cargando con esos hechos sobre mi conciencia); sencillamente, tras cumplir 10 días en el recinto, los animales eran cedidos a una de las tres protectoras que conveniaban con la perrera. 

Pero ¿qué tiene que ver esto con la literatura? Bueno, como decía Miguel Rojas «Un escritor sin experiencia es un ente inconcebible». Por eso, escribimos lo que tenemos en nuestra mochila de la vida, sea bueno o malo; y Dragos Corneli, protagonista de mi novela, tiene mucho de aquello que coseché como perrero y, sobre todo, de mi relación profesional con la administración pública. ¿Por qué? Porque en aquella época yo me relacioné con los poderes de la administración, al igual que Corneli en mi novela, y sé de qué pasta están hechos…

Es un trabajo muy complicado, sobre todo porque estás en medio entre varios intereses: tu jefe, los entes locales, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, las asociaciones, los veterinarios y, por supuesto, los dueños de los animales. En este sentido, los problemas son habituales, sobre todo cuando el cargo político o funcionario responsable de turno te exhorta a hacer las cosas a su conveniencia (incluso chocando con los intereses de otro ayuntamiento). Es entonces cuando tienes que tomar decisiones que no sientan bien a algunas personas, y eso conlleva a un alto precio: te dan un día de perros, literalmente.

Pero bueno, aprendí a que me diera igual…

Como ocurre con Corneli en mi novela, las disputas solían ser, en realidad, desavenencias con los cargos públicos; desavenencias relacionadas con el método de hacer las cosas, más que nada. Pues aun a costa del peligro de perder mi empleo, me rebelé en una o dos ocasiones de forma insolente, tanto con la administración local como contra mi propio jefe. Y si no me sancionaron por mi actitud insurgente, intuyo que fue porque mi despido les podría salir caro a ciertos cargos: siempre hay irregularidades que pueden desnudarse si tiras de la manta, tanto en las empresas públicas como privadas —incluso en ciertas asociaciones, os lo aseguro—. Ser director de una perrera es lo que tiene: te da acceso a mucha información. Mucha.

Esto es muy habitual en los nodos de poder, sobre todo cuando trabajas conjuntamente con cargos de responsabilidad. La gente que está acomodada no quiere que vengas a mejorar las cosas (mucho menos empeorarlas, claro), sino a que las dejes tal y como están. Y si eso conlleva a que te tengas que fastidiar tú en aras de los privilegios de quienes estaban allí antes que tú, pues te fastidias. Y si resuelves, solucionas o haces más efectivo y humano tu trabajo y esto roza la estabilidad de alguien, entonces te castigan. No voy a contarte ejemplos porque son confidenciales, pero me habían llegado a conminar (sin éxito) a cosas muy feas.

Confrontar con el poder es un estrago muy doloroso cuando vivimos bajo su yugo día tras día, pero créeme que cuando lo tienes de frente y hueles su respiración tan cerca de ti, ese dolor puede convertirse en un auténtico tormento.

Hoy día releo mi novela y me veo reflejado en el dolor de Dragos Corneli, su protagonista, cuando se topa con estos problemas: no puedo evitar hacer una conexión, un silogismo entre los sentimientos de Corneli cuando se relaciona con los funcionarios de Ísbar, y los míos cuando yo me relacionaba con algunos cargos de este país. Es el hastío mental, te lo prometo; un hartazgo que es producto de lidiar tanto con el pirateo de algunas empresas como con las triquiñuelas promovidas por ciertos cargos importantes de las administraciones públicas. La imbecilidad, el nepotismo, el oportunismo y la desidia se colocaban como obstáculos frente a los trabajadores, que estábamos en primera línea de fuego (ser director de los recintos no me convertía en alguien privilegiado, sino en un intermediario entre muchas entidades, con más responsabilidades aún). 

Yo tenía verdaderos días de perros, claro, los que me daban como castigo. Corneli tendrá más de un día de perros también durante sus andanzas en la primera de las partes de La historia triste de un hombre justo, que habla precisamente de la corte de Ísbar y su relación con el poder. Dragos Corneli tendrá que lidiar con funcionarios envilecidos, aristócratas indolentes y gobernantes estultos. Pero nuestro díscolo gentilhombre, a precio de destilar su bilis, llevará a cabo su trabajo a toda costa. Porque, a veces, da igual el riesgo de desobedecer las imposiciones que vengan desde arriba si estas son injustas; a veces es mejor desobedecer las tropelías de los que están por encima de ti. Es necesario para desentrañar qué se esconde tras algunas tramas. Necesario para dar algo de sentido y justicia a un mundo muy parecido al nuestro. Y para ello deberá perder en el proceso, arriesgar, medir con solvencia sus pasos.

¿Conseguirá Corneli pasar desapercibido? Y si no, ¿cómo se excusará ante el poder? 

¿Y qué te parece si, mientras esperamos la publicación de la novela el 5 de noviembre, le echamos un vistazo al primero de los capítulos? La fecha está más cercana aún: el 15 de septiembre te regalaré el primer capítulo locutado y escrito, y ahí descubrirás los pensamientos de nuestro protagonista Dragos al respecto. 

¡Antes de que se me olvide! Ya te he dicho que fui perrero, así que tengo experiencia en animales domésticos. Por tanto, si tienes o pretendes tener un animal de compañía. ¡Ponle microchip y sácale cartilla! ¡Todo en orden! No les des excusas a los que tienen poder, sobre todo si les caes mal. Que luego hay gente que tiene que lidiar con funcionarios inflexibles para poder devolvértelos. 

Un abrazo,

Ángel G. Olmedo

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