El Laberinto Estut

La historia triste de un hombre justo discurre en una ciudad gigantesca del tamaño de una provincia, por lo que los viajes entre distritos duran horas, sino días. Pero los magos, claro está, utilizan sus trucos para hacer estos recorridos más livianos. Hoy vengo a hablarte de un elemento narrativo que introduje en mi novela: el Laberinto Estut, un enrevesado recorrido de túneles ocultos por toda la ciudad-Estado de Ísbar que permite salvar grandes distancias. 

Resulta que en La historia triste de un hombre justo existe una escala —conjuro— que permite a los usuarios recorrer grandes distancias con tan sólo dar un paso. En realidad, se trata de un sortilegio que transporta sus cuerpos de un lugar a otro. Pues bien, el Laberinto Estut no es más que eso: un entramado de conjuros de teletransporte conectados unos con otros, repartidos por lugares ocultos de la ciudad; puntos secretos que permiten al usuario tomar cientos de caminos distintos con rapidez, llevándolo a puntos lejanos de la ciudad. Por tanto, esto hace que un conocedor del Laberinto sea capaz de perderse por la ciudad de Ísbar con tremenda facilidad, eludiendo posibles persecuciones u ocultándose a los ojos de la sociedad.

A esta obra de ingeniería se la conoce como el Laberinto Estut dado que está atribuida al magistrado Risoldar Estut —que por cierto es maestro del protagonista—. No obstante, se cree que el Laberinto Estut es una leyenda, pues nadie ha dado fe de su existencia fehaciente. Al fin y al cabo, los conocedores del secreto se guardan de ser vistos mientras utilizan estos portales de teletransporte.

En La historia triste de un hombre justo se habla varias veces de este recurso. ¿Es posible que exista realmente una obra de tales dimensiones? Si aún no has leído la novela, puedes descubrir en ella el impacto que la simple leyenda del Laberinto Estut tiene para la trama.

¡Compra la novela pinchando aquí!

Descargar el primer capítulo en audio.

Descargar el primer capítulo en pdf.

Descargar el primer capítulo en epub.

Ángel G. Olmedo.

Deja un comentario