El día que me escapé

Una anécdota de mi infancia

El protagonista de mi novela tiene fama de escapar de sitios nocivos. Es un aspecto del personaje que no sabría decir de dónde viene, pero hoy voy a intentar casarlo con una anécdota real de mi infancia muy divertida: el día que escapé. Bueno, divertida para ti, que me lees, que yo lo pasé mal en su día. Al fin y al cabo, a veces viene bien que hablemos de nuestras vidas de forma distendida para conocernos un poquito mejor, ¿no?

Me lo recordaron por Twitter: antes a los niños nos sacaban las anginas en plena vigilia, sin anestesia. Y es verdad, ahora suelen dormir a las criaturas, les vacían las dos gomas de la garganta y al rato se levantan frescos. Quien fuese gestado en los años 80, como yo, sabe a que antes esto no era así. Y todos tenemos el mismo recuerdo: un par de enfermeras agarrándote, un tipo con una cuchara de helados (o algo parecido) raspándote la garganta y la sangre cayendo al cubo. Una monería. Luego te daban un polo de fresa y la pena se te iba por una garganta sana.

Pero resulta que eso es lo único que recuerdo. Mi madre y mi tía me lo repiten aún mientras se ríen tomando el café. «Sí, sí, te estuvimos buscando por todo el hospital», dicen las dos, «meadas de risa», como se dice por el sur.

El día que escapé de la operación

Resulta que aquí el que escribe se encontraba con 4 años a punto de ser operado de anginas, pero no mostraba signos de alerta ni nerviosismo. Esperaba junto a otros niños en la sala de espera —nos iban metiendo uno a uno como corderillos en un matadero—, todos llorando menos un servidor. Según mi madre y mi tía el médico apareció por la puerta, me tomó de la mano y yo accedí muy sumiso y obediente a acompañarle al quirófano. «¡Qué niño más bueno!» o algo así. Pero a veces el depredador se confía cuando la presa deja de moverse…

Parece ser que, al ver el cubículo donde iban a hacerme el estropicio, mordí la mano del médico, que me soltó —y se ciscaría, claro, en todas mis castas—, y salí por patas justo cuando una enfermera abría la puerta de salida. Estuvieron casi veinte minutos buscando a un enano de cuatro años por todo el hospital e incluso dijeron mi nombre por megafonía. Al final, según me cuentan —insisto en que no tengo recuerdo alguno de esto—, me encontraron en un ascensor.

Al final me operaron, claro, y me dieron el polo de fresa. Pero imaginando este percance, el día que escapé, me pregunto si lo de Dragos Corneli y su huida de los sitios no tendrá algo que ver con esta anécdota arrinconada en los confines de mi mente.

Por cierto, si aún no te has hecho con La historia triste de un hombre justo puedes comprarla aquí. Porque la literatura, como la vida, también está plagada de anécdotas, y así nos desquita un poco de la realidad del mundo, que triste y dura como es en estos días, a veces conviene evadirnos de ella para pasar un buen rato.

Ángel G. Olmedo

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