No recuerdo la edad que tenía, pero debía rondar los siete u ocho años. Mi padre estaba trabajando durante el turno de noche y, como era costumbre en esas circunstancias, mi madre nos llevaba a mi hermano pequeño y a mí al salón. Sentada en un pequeño butacón abría el tomo de Las aventuras de Miguel el travieso, la edición del Círculo de Lectores, con una portada color hueso donde se plasma un niño rubio con una gorra azul. Aún lo conservo.
Yo no lo sabía por aquel entonces; creía que las pretensiones de mi madre no iban más allá de entretener a sus hijos con la lectura. Hoy día sí sé que el amor de una madre deja esas huellas en el corazón, lecciones que se entrometen en la quietud de la noche, sin ser vistas, porque no reclaman nada: son un regalo. Y el regalo de mi madre fue plantar la semilla del amor por los libros.
Así, los niños dejaban volar la imaginación de una forma maravillosa, siendo conscientes de que en tan sencilla cosa como un puñado de hojas el mundo de la fantasía se desplegaba frente a nosotros, mutando los sonidos del mundo, trasportándonos a otros lugares de ensueño.
Gracias a esto se encendió un deseo en el corazón, pues el colegio llegó pronto, y también mi primer libro: Cipi, un cuento de Mario Lodi. Fue el primero de una colección de tomos que atesoraba sobre una pequeña estantería de mi cuarto. Este libro no lo conservo —por mor de circunstancias que no vienen al caso—, y es una de las cosas que más lamento en mi vida.
A los nueve años mis hermanos mayores —junto a sus amigos del barrio—, dejaban volar la imaginación de otra forma. Interpretaban personajes mientras tiraban unos dados, y los resultados generaban consecuencias maravillosas: ellos, los jugadores, eran los protagonistas de esas historias. Me enseñaron la portada de Angus McBride, y leí el poderoso título: El señor de los anillos. Me encandilaron tanto estas palabras que pedí a mi madre, aún suscrita al Círculo de Lectores, que me comprara el libro. Bueno, la decepción llegó con él: no era el juego de rol al que jugaban mis hermanos —con el que me haría también ese mismo año—, pero descubrí la novela de Tolkien. Aún recuerdo la cara de mi profesora de lengua de 5º de primaria: «¿De verdad te estás leyendo esto?». Y yo asentía, orgulloso —aunque confieso que no me lo leí en condiciones hasta años después—. Este tomo, hecho pedazos, sí que lo conservo.
La adolescencia te aparta de muchas cosas —las hormonas te distraen, ya me entiendes—, pero los libros seguían ahí: las sagas de La Dragonlance, los libros de Anne Rice, Harry Potter…; pero también devoraba los libros de la asignatura de Lengua: harto curioso me pareció la crudeza de Cela con la Familia de Pascual Duarte, o Benito Pérez-Galdós con la visión descarnada de Marianela. En segundo de bachillerato mi profesora de lengua, Isabel Soriano —merece ser nombrada—, me dio otro regalo, un asidero para soportar la vida: «Léete el Quijote», dijo, «a ver si te atreves con eso». Y como a la sazón no me retaba nadie —cosas de las hormonas—, me puse en la tarea. Gracias, Isabel, supiste captar mi impulso y forjaste el principio y el fin de mi propia literatura. Sin Don Miguel no podría haberme puesto a escribir, y eso es impagable.
Lovecraft, Quevedo, Reverte, Asensi, Holdstock, Pardo Bazán, Eco o Dumas… en fin, todo eso se consensuó más tarde y formaron una base sólida; no para ser escritor, sino para entender muchas cosas del mundo. Pues ese es el verdadero cometido que tenían ellos: decirnos que no estamos solos, tendernos sus manos a través de sus obras y encontrar ágoras donde discutir la vida junto a ellos. Pero esto no bastaba; debía ponerme a prueba y experimentar: viajar, escudriñar, ganar amigos, enemigos, saborear el calor de los abrazos y los besos, y hasta encontrar sentimientos allá donde jamás pensé que había. Lo de la escritura es la consecuencia de todo ello; no se fuerza, pero sí se trabaja.
Por eso, hoy, 23 de abril de 2021 dedico el día del libro a todos ellos. No a los escritores, porque ellos ya tienen de facto el merecido homenaje de esta efeméride. Pero sí a aquellos que me auparon, me pusieron sus libros en las manos, y me acompañaron por este fascinante territorio que compone mi vida: desde mi madre, leyéndonos en la pequeña butaca, pasando por mis amistades y mis profesores, hasta llegar a aquellos que me apoyan; incluido tú, que estás leyendo estas líneas ahora.
Ya lo ves, las herramientas me las dio la literatura, mientras que la capacidad de usarlas fue gracias a mi experiencia de vida. Pero vosotros sois responsables del impulso y la motivación que necesito para que La historia triste de un hombre justo vea la luz el 5 de noviembre de este mismo año. El 5 de noviembre, por tanto, mi libro estará en las tiendas; al margen de todo lo demás, os prometo que eso es gracias a vosotros.
Así que, ¡muchas gracias por todo, y feliz día del libro!
Ángel G. Olmedo.