El hombre que deseaba morir

(Relato)

Veinte y ocho de abril del año 1632 de nuestro Señor Reverberado. Barrio de los Acantonados, Imperial Prisión de Tierrafértil.

Este es el relato de un hombre cuya verdadera naturaleza no ha de ser revelada por dos motivos: el primero en aras de salvaguardar las intrigas de La historia triste de un hombre justo, novela que se publicará el 5 de noviembre de este año. El segundo motivo es porque los testigos de estos acontecimientos desconocen en verdad los nombres de los implicados; pues estos testigos, aunque a vuestras mercedes les suene a chanza, son los mismos objetos de la estancia fría donde transcurren los hechos: la piedra de las paredes, los barrotes de hierro negro, y el camastro de la celda. Todas estas cosas emiten un lenguaje que sólo puede ser escuchado por los bardos, únicos armonizadores capaces de oír la música que hay bajo las capas de la materia.

He aquí el relato tal y como puede escucharse a través de la escala compuesta por El cantar de Madabarante, una traducción aproximada del testimonio contado —y cantado— por los susurros de la misma existencia:

EL HOMBRE QUE DESEABA MORIR

El condenado a muerte siente una profunda paz.

Un horrísono de voces se arrastra desde fuera, y se deja caer a través de los barrotes de la claraboya, hacia el interior de la celda. Es la voz de la turbamulta, que brama impaciente junto al cadalso recién montado. Pero el condenado permanece sereno; no le asusta la sed de sangre de su pueblo, miserable, cobarde, malsufrido. Los otros no disponen de la misma entereza: los llantos del resto de los condenados se escuchan desde otras celdas, respondiendo a los rugidos del exterior con un eco suplicante; gemidos ignorados y destinados a perderse por las galerías de piedra, huérfanos de todo consuelo.

Todas esas voces, aviesas y lastimosas por igual, se someten por unos segundos ante el chasquido metálico del cerrojo de la fría celda, un impertinente restallido que anuncia la fatalidad de los hombres. «Se acabó: los corchetes vienen a buscarme», piensa el condenado, «ha llegado mi hora, madre; ya nada ni nadie podrá hacernos daño».

Pero en la puerta no se encuentra ningún corchete, ningún oficial; sino una figura cubierta de sombras. Entre las tinieblas se entrevé la indumentaria de su porte clerical: una dalmática roja, como la sangre.

—Hijo mío —musita el diácono.

El condenado no contesta. Sus ojos escudriñan la figura con tiento y no poca confusión. «¿Qué es esto?, ¿un intento por quebrar mi resuello? Ya me he confesado». Las cosas deben hacerse rápido, es un crimen postergar la agonía. Pero la figura se limita a sonreír con aire triste, como si pudiera leer en los pensamientos del desdichado.

—¡Que silenciosa está vuestra celda, hijo mío! —dice, a pesar de los gritos de la plaza y los sollozos de los corredores—. ¡Sois un muro parco de paz!

—¿Por qué habéis vuelto?

El diácono dirige sus pasos hacia el interior y los guardias cierran la pesada puerta tras sus pies. Lleva un cartapacio de cuero negro bajo el brazo, el mismo que trajera minutos antes para la escribanía de su confesión. Los estridentes cerrojos vuelven a llenar la estancia por cortos instantes.

—Lo sé, lo sé: el padre Lirio ya os ha dado el sacramento de la reconciliación.

—Y vuestra merced ha portado el viático, en asistencia —contesta el condenado, sus palabras frías. Se le queda mirando otros segundos, antes de repetir—: ¿Por qué habéis vuelto?

—Quería hablar con vos… una última vez.

El reo observa el cartapacio con aire de suspicacia, pero el diácono se limita a tomar asiento en el camastro mugriento, donde deja la funda. Solícito, alza la mano buscando la del reo, y éste accede a dársela para la merced de un apretón cariñoso y comprensivo. El diácono la pesa sobre la suya, evalúa el porte de quien está a punto de morir en la horca.

—No os conozco asustado.

—Asustado, sí —corrige el condenado—. En paz, también. Son dos cosas distintas.

—Dichoso sois, si encontráis reconciliación entrambos sentimientos.

Otra mirada tenaz.

—Eso es lo que les ocurre a quienes no tenemos nada que perder.

Como si temiera algún golpe repentino, el sacerdote retira la mano con toda la delicadeza que es posible.

—Habéis delinquido, mi buen devoto, pero no sois un pecador. Vuestras transgresiones son contra las leyes de los hombres, que no contra las de Dios. —Carraspea, como pensándose las palabras exactas—. Y a menudo, las leyes de los hombres pueden ser excesivamente punitivas para los actos cometidos.

—Eso ya da igual. Lo cierto es que deseo morir.

El diácono hace un visaje de desdén, como queriendo apartar las palabras del otro.

—¡No podéis morir! —dice—. ¡Aún tenéis mucho cometido por delante!

—Agradezco vuestras palabras, Reverendo Señor, pero ¿qué utilidad tendría mi cuerpo maltrecho por el mal de la soga?

—No me habéis comprendido.

El reo entrecierra los ojos, suspicaz, mientras el diácono comienza a desanudar el cartapacio. Lo hace flemático, disfrutando de la delicada factura de sus movimientos. Al fin, saca de un legajo denso una cédula: una carta de gracia de la Real Chancillería de Monteperegrinos, firmada por el oidor Corintio Sato. Se trata de un indulto.

El condenado sin nombre levanta una ceja.

—¿Qué es eso?

—No podéis morir —repite su compañero—. Porque la Santa Iglesia de Ísbar os necesita para un propósito más elevado, una empresa que está muy por encima de los agravios terrenales que se disponen en las premáticas y las leyes.

El reo titubea.

—¿P-propósito elevado, decís?

—Una santa misión.

Los ojos del diácono brillan durante un instante, en ellos puede verse el fulgor primigenio del fanatismo. Y entonces su fisionomía se transforma en el rostro de aquél que es dominado por las ambiciones más instintivas. La vileza selecciona las palabras; el miedo les da impulso:

—¡Un hombre malvado, una alma impía y execrable, camina por el mundo, impune ante el Gran Ojo de los Cielos, que todo lo ve, y todo lo juzga! ¡Se trata de un ser tan pérfido que su forma de hombre no puede ser sino una broma macabra de la naturaleza, o un defecto del monocordio del mundo! —El diácono aprieta los dientes, siseando—. Ese hombre debe morir.

El condenado asiste a estas palabras indolente, sin ningún atisbo de aprensión por la impronta terrible del ministro. Parpadea con indiferencia, aunque su actitud no es deliberada.

—¿Y por qué no se encarga la Santa Sede de estos lances? ¿Acaso os faltan mercenarios?

—¡La Santa Sede os conmina a ello! —grita el otro, levantándose de súbito.

—Vos sabéis que puedo escuchar la música de las emociones, y vuestra conminatoria está descontrolada. Además, por mucho tiempo mi habilidad estuvo bloqueada; hasta hace unos días, cuando conocí que mi madre descansaba en paz. Ahora escucho cómo me habla la piedra, los barrotes, el camastro. Escucho la música de este hermoso mundo. Y eso es lo que me ha reconciliado con él, pues en paz deseo morir ahora. No me asustáis.

Su Paternidad toma asiento de nuevo. Su rostro se relaja otra vez, y donde antes hubiera un demonio, ahora vuelve a verse el tierno sacerdote que hace unos momentos irrumpiera en la celda con intenciones de consuelo.

—¿Vuestra madre, habéis dicho?

—Así es. Por mucho tiempo sus sufrimientos acongojaron mi alma y me abrumaron las emociones de tal manera que fui incapaz de escuchar las canciones de alrededor. Durante todo un día la he llorado, aquí en la soledad de mi celda pero, ahora que mis penas han expurgado mi cuerpo con la salud de las lágrimas, ya no existe el dolor. —Su mirada se vela, risueña—. No me vengáis con indultos; si dejarais el folio en mi cama probablemente lo haría añicos.

—Decidme, ¿quién os ha dicho que ella ha muerto?

—Un guardia, por orden del alcayaz de esta prisión.

La respuesta es una carcajada cruel y sonora. Y la música de la piedra, del camastro y de los barrotes se hacen disonantes con la risa insolente de aquel hombre desagradable. Estas indecorosas maneras en un ministro de la Iglesia se estiman breves, pero es que la carcajada se alarga tanto que la incomodidad deja paso al tedio, y el tedio es aplastado por la impaciencia y la ira. Y entonces suelta una sentencia cargada de una inconmensurable malicia:

—Vuestra madre sigue viva, hijo mío. Me ha preguntado por vos.

Un golpe sordo invade los oídos del reo: los latidos de su corazón golpean sus tímpanos con violencia. La tregua que se había pactado con el mundo cae con todo su peso: donde otros abrazarían palabras como esperanza, alegría o suerte, nuestro condenado a muerte se ve apuñalado por desesperación, desconsuelo e infortunio. La paz, esa paz que desde hacía un puñado de horas sintiera, empieza ahora a quebrarse en su estómago.

—¡Mentis! —es todo cuanto croa, fuera de sí.

—Sois un bardo, ¿no? Vos mismo habéis dicho que podéis escuchar la música de mis emociones. —Su sonrisa se ensancha con sorna—. Escudriñad en mí. Escuchad las canciones que emiten mis palabras, y descubrid que no miento.

Entonces, con un ímpetu ávido, el desdichado analiza la melodía del diácono. La terrible certeza se desnuda: en algún lugar su madre sigue viva, sufriendo de su espantosa enfermedad. Boquea, intentando emitir algún sonido; las lágrimas que inunda sus ojos ahora son ácidas, venenosas.

—Vuestra madre no está descansando de sus sufrimientos. —El diácono cierra el cartapacio y se levanta, dejando la cédula del indulto a la vista del reo—. Voy a ausentarme durante unos minutos. Pensaos todo cuanto os he dicho durante mi corta visita. Pero pensad rápido: ahí fuera están impacientes por ver cómo se os descoloca el cuello en el cadalso. Espero que, cuando regrese, no hayáis cometido la estupidez de hacer añicos el folio. Más que por vos, hacedlo por ella.

Su Reverendo Padre abandona la estancia como un espíritu que ha descargado las desgracias sobre los atormentados, sin echar la vista atrás. La puerta vuelve a cerrarse con un estruendoso portazo, dejando en soledad a la triste figura del condenado innominable, mientras un aluvión de sonidos invade la estancia: los bramidos de la plaza; los llantos de los reos; el corazón palpitando en los tímpanos. Y entonces, el desdichado habitante de la celda cae de rodillas y se lleva las manos a los oídos, angustiado. La música de las cosas se apaga para siempre, mientras los gritos, los llantos y los latidos son ensordecedores.

La paz ha muerto. El hombre vive.

Pero de estos trances, y otros de especial trascendencia para los acontecimientos de este muy verdadero relato, podrán vuestras mercedes saber en La historia triste de un hombre justo, que verá la luz el 5 de noviembre de este mismo año.

Mientras tanto, pueden hacer cuantas copias crean oportunas de estas palabras y compartirlas con sus allegados, con fin de que la impronta vertida en ellas se haga conocer a lo largo y ancho de Ísbar, o más allá de sus fronteras. Pues a veces la justicia finge ceguera —cuando no menos sordera—, y a pesar de ello siempre existen testigos; sólo hay que saber escuchar la musicalidad que impregna la existencia.

Vale.

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