El amor es coincidencia

(Relato)

«¿Es esto amor?», me pregunté. Y supe que ella podía adivinar mis pensamientos, porque podía escuchar la música de mis emociones.

Para mí era doloroso: mis oídos de armonizador, como los de mi compañera, estaban entrenados para escarbar en la melodía oculta bajo las capas de la existencia. Lírica Plester dolía siempre, porque sus emociones eran veleidosas, llenas de ritmos anárquicos. Sus notas, sus emociones, sólo se sosegaban y correspondían con las mías en un único momento: cuando despachábamos un trabajo juntos. El único momento donde nuestras emociones bailaban de forma armoniosa un vals. El único momento de coincidencia entre los dos.

Fue en aquel instante, despachado ya el trabajo, que sus notas se apagaban paulatinamente hasta que aparecía el pentagrama vacío de su alma. Su indiferencia. La pasión se había ido con la ejecución de nuestra labor. Siempre ocurría lo mismo: terminada la faena yo seguía siendo acosado por la canción del amor, que no se me iba de la cabeza; mientras que ella apagaba su melodía, como queriendo sacudirse el éxtasis del cuerpo. Entonces, yo era el único sometido al dolor, contemplando el trabajo que acabábamos de realizar.

Fue sencillo asesinarle.

Ella lo atrajo hasta el callejón, ocultándolo entre vapores lejos de las luces de las farolas del distrito. Luego yo lo abordé por detrás, hincándole la daga quitapenas en los higadillos, una y otra vez. Abrió mucho la boca, pero ningún sonido mundano salió de su interior; la única música era la del dolor: nuestros oídos de armonizadores captaron el horrísono impoluto del miedo mientras fenecía de rodillas, estruendosa melodía que terminó en un estertor, triste y resignado ante la infeliz fatalidad que le había tocado.

Me hubiera gustado haberlo hecho más limpio, más elegante. Un bardo, por ejemplo, hubiese compuesto Los zarcillos de Ennea, una escala que permite agarrar las muñecas con corrientes de aire. Luego vendría un tajo rápido en la gorgera y listo.

Pero nosotros éramos legos en la composición de notas, así que lo teníamos más difícil. Éramos cazadores de escalas, gente incapaz de armonizarse con el Tejido de la Realidad, aunque pudiésemos escucharlo. Así que nuestro medio de sustento era detectar escalas prohibidas o vetadas por el Gobierno, para venderlas luego en el mercado negro.

—¿Lo haces tú? —carraspeó, sin apartar la mirada del cadáver—. ¿O lo hago yo?

Me encogí de hombros. Hazlo tú, le contesté.

Se inclinó sobre el muerto y sus pupilas titilaron un instante, lo que indicó que se estaba concentrando en el Tejido. Se ponía muy hermosa: su cabeza levemente ladeada al punto que escuchaba los remanentes musicales que quedaban impregnados en las cosas. No tardó en encontrar la música que estaba buscando; ella era un portento para la tarea. Sacando un billete sin lijar y carboncillo, se puso a escribir las notas de la escala detectada en un pentagrama improvisado. Alzaba los ojos de tanto en tanto, escudriñando mi rostro.

—No me gusta verte así, Peregrino.

—¿Así cómo?

—Tan serio —musitó—. Hace un momento estabas jubiloso.

«Hace un momento tú también sentías la pasión de nuestra tarea», pensé sin precaución. Ella escuchó esta desavenencia, aunque no dijo nada al respecto. El silencio se hizo algo pesado, aunque yo sabía que a Lírica esas cosas nunca le importaban.

—Dicen que el proscrito se dirige a las puertas de la ciudad.
Lo soltó de pronto, aséptica, su mirada concentrada en el papel, mas yo no pude camuflar mis tonadillas de sorpresa. Sonrió a media vela y alzó los ojos; había escuchado las notas que yo desprendía. Boqueé unos instantes, antes de reponerme.

—¿El proscrito? ¿Te refieres a…?

—Al único proscrito que hay —interrumpió, con gesto de obviedad—. ¿A quién, si no, me iba a referir?

Era cierto. No había otro proscrito en Ísbar, aunque hacía tantos años de su huida que muchos ya le habíamos olvidado.

—¿Cuánto hace que escapó de la ciudad? ¿Ocho, diez años?

—Once —dijo.

Asentí, aún aturdido.

—Ese hombre tenía en su conocimiento una de las escalas más poderosas jamás compuestas en el país. Una escala del bardo Madabarante Magris.

—No yerras, Peregrino. —Las notas de la pasión empezaron a asomar tímidamente de nuevo en Lírica; era tan adicta como yo a la caza, y ahora se nos presentaba una pieza muy suculenta. Entonces terminó de escribir y me tendió el billete con la escala escrita en su pentagrama—.

¿Qué opinas? ¿Crees que deberíamos prepararle una bienvenida?

No llegué a contestar, porque algo nos estropeó este maravilloso momento. La sonrisa de mi compañera cayó de súbito, y su música dio un giro de tensión, con pulsos rápidos. Miré a mis espaldas y vi que un alguacil entraba en el callejón, y junto a él le venían dos corchetes enfundados en sus toscas armaduras.

Con el corazón desbordante corrimos por las callejuelas hasta perdernos en la turbamulta. Y cuando al fin logramos ocultarnos bajo la arcada de las antiguas ruinas de Los Gallos, sabiéndonos a salvo y exhaustos, nuestros ojos volvieron a encontrarse. Y entonces comprendimos que nos unía una nueva tarea. Me sonrió, y desnudó sus pensamientos; a veces la música expresa más que las palabras. Hicimos el pacto de siempre con la mirada. Ambos teníamos tarea: íbamos a dar caza a ese proscrito que volvía tras once años de exilio. Y le íbamos a quitar su escala.

Las notas que desprendíamos ya no eran disonantes entre sí, sino armónicas, y se entrelazaban creando una canción de amor perfecta. Una canción como nunca antes sentimos entre los dos, y que recé por que durara todo lo posible. En ese instante fuimos de nuevo realidad, fuimos uno.

Fuimos coincidencia.

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