Si has leído el relato de Felindante Pelgrin que te envié la semana pasada (y si no, puedes leerlo aquí), habrás conocido por primera vez a los autómatas. Nunca antes los había expuesto, creo, y aunque ya puedes imaginarte qué son, merecían una entrada para que supieras por qué tuve la necesidad de crear a estos personajes. Al fin y al cabo, los distintos elementos de una historia, lejos de ser azarosos y fortuitos, corresponden a un trozo de las experiencias del escritor.
Y a tus experiencias, claro…
Porque, en realidad, tú ya has visto a los autómatas en multitud de ocasiones a lo largo de tu vida. Quizá esos autómatas que ves no sean de la misma naturaleza grotesca con la que los represento en mi novela (retratos explícitos de nuestra vida diaria), pero ya sabes que la literatura fantástica contiene retazos de realidad, y no la realidad palmaria y evidente. Sería un error sacarte de tu inmersión mientras estás leyendo, ¿no crees?
Los autómatas representan en La historia triste de un hombre justo la expresión más pura de lo que conoceríamos por una persona «alienada». Ya sabes, un alienado, sin personalidad; alguien a quien se le ha alejado de su concepción de individuo y está sometido a idearios, pensamientos acríticos y otras formas colectivas de pensar dominadas por lobbies económicos. Esa es la crítica que quería hacer: la muerte mental del individuo, al servicio de los capciosos sinvergüenzas que manejan los Estados, las empresas y demás lodazales de poder.
Porque en el capitalismo que vivimos hasta las ideologías son objeto de mercantilización, y para comerciar con ellas, forma parte del proceso socavar el pensamiento crítico de cada persona en aras de «regalarles» un pensamiento ya creado, para evitarles el esfuerzo de razonar un pensamiento propio. El autómata no es más que eso, alguien que por miedo se ha vendido al demonio de la ociosidad intelectual, y se deja poner hilos en el cuerpo para ser manejado como una marioneta. Y a la postre, son mercenarios conscientes de que están siendo manejados, sólo que han encontrado en esta tal execrable idiosincrasia una forma de sobrevivir.
Muchos de los autómatas de nuestra realidad están en cargos de poder, mientras que otros abanderan los lemas de las empresas que los tienen encadenados. Hasta en la corrección política de ciertos grupúsculos de posmodernos podemos ver cómo la alienación subyuga los comportamientos de los pusilánimes, adheridos a este o aquel movimiento. Los corchetes de mi novela, por ejemplo, representan la broza más vil de la autoridad, mientras ejecutan órdenes injustas confeccionadas en despachos fríos por otros sin corazón.
No me malinterpreten, no tengo mala opinión de nuestra administración pública, e incluso tengo gente querida y cercana en los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y la Administración; pero en todos los estratos sociales encontramos a gente que prefiere dejar las riendas de sus decisiones en manos de gente sin escrúpulos. Y así, se deshacen de toda culpabilidad.
No puede haber piedad para esa gente, ya sean trabajadores, gobernantes o ciudadanos sin más. Y por eso los veo como máquinas andantes, cáscaras sin voluntad a merced de consignas y corolarios casposos. En la novela, esto va más allá de un pensamiento plano: los alienados son los autómatas, o sea, máquinas de verdad, gentes a las que se les ha fundido literalmente el cerebro, y cuyo corazón sólo late para el propósito de doblegarse a los caprichos de los poderosos.
Por cierto, si no has leído el relato de Felindante Pelgrin durante su visita al taller de los autómatas, te recuerdo que lo tienes pinchando aquí. Trata de uno de los personajes principales de mi novela, amigo del protagonista Dragos Corneli. En La historia triste de un hombre justo, que se publicará el 5 de noviembre, podrás ver el servicio que prestan los autómatas a la ciudad-Estado de Ísbar; pero el 15 de septiembre tendrás un primer contacto con ellos, pues te regalaré el primer capítulo, en el cual ya los saco.
Ángel G. Olmedo.
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