Un relato de Liscario Tristante
Lo que van a leer a continuación son unas notas del diario de Liscario Tristante, lutier de la corte imperial e insigne bachiller especializado en la teoría armónica. El ilustre artesano nos revela en el relato sus sensaciones durante la visita que hizo a la sede del Santo Oficio del Distrito Central. Liscario no sólo se documentó en la biblioteca diocesana, sino que también bajó a las catacumbas del palacio —donde se encuentra la Cámara de los Urdidores— por venia de su ilustrísima el calificador Efimerio Cael, con la pretensión de recabar información para su libro La música de los armonistas.
La narración del extracto se limita a estos últimos acontecimientos, que ahora siguen:
Reconozco que no tengo resuello para estos trances.
No voy a excusarme poniendo por escudo mi vejez, pues, aunque la debilidad haga estragos en mi cuerpo, aún gozo de la virtud de tenerme por hombre lúcido y de mente diáfana. Pero lo que vi en aquella hermética cámara, oculta a más de doscientas varas bajo tierra, erizaría los pelos de la nuca a cualquier soldado de los tercios.
Ya fueron aciagas mis impresiones cuando la puerta de hierro se cerró tras nuestras espaldas con estruendoso golpe; parecía anunciar un viaje sin regreso. Desde luego, daba la impresión de que me conducían a los mismos avernos, pues unas escaleras estrechas y carcomidas por la humedad bajaban por un pasillo de espesa negrura, llevándonos hacia los confines de un mundo olvidado y separado de la realidad de allá arriba. Tan sólo la débil lumbre de una linterna, que llevaba el alguacil a la altura de su rostro, mantenía a raya nuestra ceguera en aras de aquella visión de pesadillas.
El camino se hizo eterno y pesaroso, y la oscuridad nos perseguía a medida que bajábamos la sinuosa vereda; a ambos lados empezaron a verse los primeros nichos, momias vestidas con dalmáticas y otras túnicas raídas por la podredumbre. Y al cabo de incontables minutos de silencio —por mi temor a despertar a los muertos, y por el laconismo de un alguacil aséptico e indolente—, llegamos a una ancha cámara llena de estanterías gigantes atestadas de libros, legajos y cientos de resmas invadidas por lepismas. Innumerables arcos daban a otras estancias contiguas, sin puertas e iguales a ésta, de tal modo que las galerías de documentos parecían interminables bucles de realidad infinita. Sobrecogía la cantidad de información guardada por el Santo Oficio de Ísbar: los libros prohibidos, que contenían las llamadas escalas perversas, sortilegios ocultos bajo cientos de toneladas de piedra y roca.
Ya conocía las reglas: el alguacil no era un mero anfitrión, sino un familiar al servicio de la Santa Iglesia, y me acompañaba para vigilar que yo no copiara o me guardara algún papel. Pero hasta los alguaciles devotos pueden reconocer a Dios en el dinero: un escudo de oro de a cuatro bastó para que me diera otra linterna; él me esperaría en las escalinatas del pasillo por el cual habíamos venido, sin meterse en mis asuntos. Dos horas, me había dicho, y no más. Suficiente para mi pesquisa.
Admirando durante la mitad de este tiempo las obras prohibidas me percaté de la suerte que tuve de no ser armonizador; pues mi incapacidad para armonizarme con el tejido de la realidad, junto con mis credenciales imperiales y mi interés académico, eran garantes para poder visitar este sitio vedado al resto de la humanidad. Por supuesto, se me estaba prohibido sacar cualquier documento de allí, aunque me tentaba meter algunos papeles en mi cartapacio de cuero; el problema era eludir luego el control del alguacil, que quizá no se mostraría tan flexible cuando volviéramos a la sala capitular. Elucubré esta peligrosa idea en varias ocasiones.
Aunque no soy bardo, mis conocimientos sobre la armonización, más teóricos que prácticos, siempre me dotaron de una especial sensibilidad para intuir cuándo un lugar está armonizado. Era obvio —y cualquiera podría haberlo deducido— que la escala El tiempo ciego era lo que preservaba el estado de la documentación, protegiéndola de los hongos y la corrupción del tiempo. Pero había algo que me agitaba aún más la intuición, como si hubiera en ese laberinto de interminables salas algo que hiciese el ambiente más pesado que las mismas tinieblas. Al principio sólo fue una corazonada, pero a medida que fui perdiéndome entre las librerías gargantuescas, empecé a escuchar un eco a lo lejos. Miré el novedoso reloj de bolsillo, un bello artefacto manufacturado por mi amigo Felindante Pelgrin: aún quedaban unos cincuenta minutos para irme, así que tenía tiempo para echar un vistazo rápido.
Alejándome de la estancia principal entre cañadas de libros, que se coronaban en un techo más negro que la misma noche, me dejé llevar por aquellos sonidos que inequívocamente se revelaron ahora como cánticos. La precaución de mis pasos se disipó con el sonido de las voces, cada vez más claras y nítidas, a medida que me atraían hacia la única puerta que había visto entre la miríada de pasillos de madera y piedra. Se hallaba entreabierta, proyectando un delgado haz de luz ambarino y trémulo, dando a conocer que había antorchas y bujías encendidas en el interior de su estancia. Y cuando llegué hasta el estrecho cortadillo de la puerta entornada entrecerré los ojos para acostumbrarme a la dolorosa luminosidad, que me reveló una escena grotesca y delirante.
Eran trece personas en total, ataviadas de la cabeza a los pies con túnicas de esparto menesterosas: doce de ellas dispuestas en círculo alrededor de la decimotercera, que rezaba en el centro de forma incesante frente a una escribanía en la que había apoyada un libro grueso. Los doce eran, claro, los responsables del coro, aunque no parecían cantar nada concreto; ni letra ni salmodia alguna salían de sus labios. Eran notas limpias, temperadas al unísono, un ulular constante que se interrumpía por turnos para tomar algo de aire, de tal manera que siempre había once cantando cuando uno de ellos paraba para llenar sus pulmones. La primera impresión que tendría un profano sería la de escuchar un canto monódico ejecutado por monjes, pero lo cierto es que cada uno hacía una nota diferente, y no tardé en descifrar que todas y cada una de estas notas estaban bien diferenciadas y ordenadas de izquierda a derecha en lo que los bardos llaman «círculo de quintas»: do, sol, re, la, mi, si, fa#, do#, sol#, re#, la# y fa.
Y justo en el momento en que dilucidé esta certeza, como si se hubiesen percatado de mis ocurrencias, un chillido estridente y agudo recorrió la sala. Uno de ellos perdió el compás y el tono, y los demás se contagiaron de su repentina ansiedad. El del centro calló de golpe y empezó a anotar algo en el libro con impasibilidad, mientras los otros doce aullaban en disonantes y desorganizados tonos, culminando en gemidos balbuceantes. Se agarraban las capuchas con sus ahusados dedos, como evitando que una fuerza maligna pudiera penetrarles en la mente.
Y entonces fue que uno de ellos dejó caer su capucha en un descuido permitiéndome verle el rostro, que apuntaba hacia mí. Tres abismos negros ocupaban su famélica fisionomía: una mandíbula desencajada y abierta hasta los límites, propia de aquellos que se han pasado la vida gritando, enseñaba un agujero sin lengua ni dientes; dos cuencas igual de oscuras me lanzaban una mirada sin mirada. Aquellos ojos invisibles me golpearon el ánima de tal manera que mis manos perdieron toda su fuerza y la linterna me cayó al suelo, sumiéndome en las tinieblas.
Emprendí la huida a ciegas alejándome de los gritos, sin reparar siquiera por qué corredores me dejaba conducir por causa de mi pavor. No sé cuánto tardé en localizar la otra luz, pero el alguacil ya llevaba tiempo buscándome.
—¡Los he molestado! —dije sin aliento, al pie de las escalinatas. El hombre arrugó el entrecejo:
—¿A quiénes?
—¡A los hombres de las capuchas! ¡Los hombres de los chillidos!
—¿La Cámara de los Urdidores? —preguntó, más para sí. Su mirada se enfrió tras el candil, la voz sibilante—. ¿Ha entrado vuesa merced en la Cámara de los Urdidores?
El miedo me atenazó los músculos.
—¡Los urdidores del Santo Oficio! —dije espantado, y me dejé caer en el escalón y me tapé el rostro con las manos. Ahora todo cobraba sentido.
—¿Le han visto, o no? —apremiaba el otro.
La lámpara me cayó frente a los ojos con agitado visaje del alguacil, un gesto para espabilarme los sentidos.
—¡Que si le han visto a vuestra merced!
—Los urdidores… —repetí, presa del miedo, y el alguacil lo interpretó como una pregunta.
—Los urdidores, no. ¡El vigilante! —bufó con obviedad—. Es el único que puede hacerlo, por si no lo sabía.
Recordé al hombre del centro, el único que conservaba ojos para escribir y lengua para rezar; ojos para descubrir, lengua para delatar.
—No… —razoné al fin—. ¡No, no me ha visto!
El alguacil suspiró aliviado y emitió una risa melódica. Mi pesar dejaba paso a un sentimiento de desconcierto. Asintió tras unos momentos, al verme tan desorientado.
—¡Pardiez, demude ese rostro! ¡Que no ha hecho nada malo vuesa merced!
Parpadeé en la penumbra.
—Entonces, ¿no he sido yo quien les ha hecho gritar?
—¡Voto al Ojo de los cielos, señor Tristante! —dijo con más guasa—. ¿Acaso no recuerda que hoy es festivo?
Ya empezaba a hartarme de la desidia del alguacil; confieso que perdí la compostura:
—¡¿Y qué pasa con eso?!
—Pues pasa que, siendo hoy día de los muertos como es, era de esperar que algún armonizador incauto hubiera compuesto en el tejido de la realidad con una escala inapropiada.
—¿Queréis decir que…?
—Pues sí —interrumpió—. Un bardo, allá arriba, por las calles de Ísbar, ha cometido un error. Y lo que vuestra merced ha tenido la desgracia de presenciar es cómo los urdidores y el vigilante lo han detectado. Una mala casualidad, supongo. Pero para desgracias… —chasqueó la lengua con un mohín de consternación—. En fin, no me gustaría estar en el pellejo de ese armonizador. —Me tendió la mano—. Ande, levántese, que a su edad no es bueno coger malos humores. Siempre pasa, señor Tristante, cada año. Si no es hoy, será durante Primera o Segunda Penumbras. Siempre hay alguien que mete la pata…
La pesadumbre se fue diluyendo a medida que subíamos los escalones, y el aire viciado de las catacumbas empezó a aligerarse también con la corriente fresca que nos venía desde arriba. Mi mente se tranquilizaba poco a poco, liberada de toda opresión. Una mala casualidad, había dicho aquel hombre, y en cierto sentido lo fue; pero incluso de las malas casualidades podemos beneficiarnos. Se me ocurrió de pronto y aproveché la oportunidad. Puse un tono reprobatorio:
—¿Ha sido prudente que yo deambulara a solas?
Y el pez mordió el anzuelo: se paró en seco con un rostro que ya no mostraba tanta chanza.
—Mire, señor Tristante, no quisiera ser indiscreto con vuesa merced, pero le exhorto a que no le digamos a nadie cosa alguna sobre este incidente. Creo que no es bueno para ninguno de los dos, si entiende lo que quiero decir.
—Lo entiendo —contesté sonriente—, por lo que, quizá, conviene olvidar todo lo que ha sucedido ahí abajo. Ya sabéis, podéis confiar en que no tengo motivos para decir nada sobre vuestra indulgencia, siempre y cuando vos confiéis en mí también. —El hombre arqueó una ceja, sagaz. Di unos golpecitos en mi cartapacio, cuyo contenido sólo yo conocía—. Por ello, también os exhorto a que prescindamos de tediosos trámites, como el papeleo de salida, incluyendo que me registréis. ¿Qué me decís? ¿Convenimos?
Sonrió solícito y dio un suspiro.
—Convenimos, señor, convenimos.
Y hasta aquí el relato de Liscario Tristante, hombre prudente y formado, como puede ver vuesa merced, aunque incauto cuando el conocimiento se le presenta al alcance de la mano. El lutier de la corte imperial es viejo conocido de Dragos Corneli, pues fue quien confeccionó la primera arpa de muñeca para él. Durante la pesquisa de Corneli en La historia triste de un hombre justo, que verá la luz el 5 de noviembre, el viejo Liscario Tristante jugará un papel determinante a la hora de guardar un secreto perverso.
Mientras tanto, permíteme que sea yo quien te exhorte ahora a que me des tu parecer sobre este relato. Ya va quedando menos para la fecha clave, y tengo muchas cosas que contar, pero me gustaría sintetizar aquellas que más te gustaría saber de mi mundo. Así que soy todo oídos. También puedes seguirme en Instagram, donde de vez en cuando pongo reflexiones más personales.
Un abrazo, y cuidado con armonizar algo indebido, pues los urdidores siempre vigilan el tejido de la realidad.
Ángel G. Olmedo.