La inmortalidad de los seres queridos

Cuando el perro entró en la casa yo era sólo un crío. La primera imagen que se me viene a la mente la componen sus facciones de cachorro, un rostro arrugado que se derramaba hacia abajo, porque abajo dirigía su mirada confusa mientras mi prima lo sostenía en el aire entre sus manos. Esa es la imagen primera que tengo de él, y ese fue el preciso momento en el que conocí a quien sería mi perro durante mi infancia, mi adolescencia y parte de mi vida adulta. Ese día conocí a Poli.

 Poli caminó conmigo 17 bonitos años, que fueron los que estuvo con la familia antes de marcharse agradecido. Era un cruce entre un perro corgi galés —su padre— y una hembra cruzada; pero a pesar de la mezcolanza seguía teniendo bastante de corgi: su pelaje, su constitución gruesa, sus orejas prominentes y sus patitas cortas; incluso el carácter irreverente y protector. 

No quiero evocar los días tristes de su marcha, pero sí quiero hablar de lo que llevaba años esperando hacer: inmortalizarlo, pues eso es lo que me propuse cuando me despedí de él. «Te inmortalizaré», le dije desde mi mente. No aquí, necesariamente, porque ya lo he hecho en mi novela La historia triste de un hombre justo, aunque sólo sean unas pocas palabras desapercibidas entre decenas de miles; como un leve trazo en un lienzo inmenso lleno de detalles; quizá, la mejor forma de describirlo es con unos tenues sentimientos entre párrafos llenos de sensaciones e historias. Y eso es suficiente para darle el espacio que se merece.

Poli aparece en mi obra, aunque no con el mismo nombre. Y es que el protagonista del libro, Dragos Corneli, tuvo también un perro —este sí era corgi puro—, cuyo nombre es muy parecido al que pusimos a Poli. Además, el rostro del perro aparece tallado en un objeto maravilloso y genuino de la obra, que porta precisamente el protagonista. Esto no es sino el testimonio de que una vez Poli existió, ni más ni menos. 

Porque es justo y necesario inmortalizar con breves detalles a seres queridos que una vez estuvieron contigo; ese es uno de los hechizos de la literatura, de ser escritor. Lo haces, aunque sólo sea para ti. Cuando escribí estos pasajes era consciente de que la sutileza de las palabras sólo sería entendida por mí, y eso me bastaba. Mostrártelo con orgullo es un añadido para comentarte que estas cosas son parte de la energía que me impulsa a seguir haciendo esto. Y no soy el único, claro, creo que a todos los escritores se nos cuela algo así en nuestras historias. 

Tengo los pies en el suelo, por supuesto: sé que los procesos cognitivos de un perro están limitados para interpretar esta muestra inmensa de cariño y respeto humano —además de que Poli ya no está entre nosotros—, pero hay rituales propios que dejan a uno en paz consigo mismo. Esta es mi manera de presentar a Poli al mundo, de plasmar su rostro ornamentado en un objeto ficticio como si de una fotografía se tratase; un susurro discreto de su presencia en una historia que quería contarte, y que tendrás pronto en forma de libro. 

Aprovecho para recordártelo, claro: será el 5 de noviembre de este mismo año, momento en el que Dragos Corneli aparecerá en nuestras vidas para contarnos La historia triste de un hombre justo. Hay muchos motivos por los que me hace ilusión que esta obra la conozcas, y Poli en concreto, por muy pequeño y sutil que sea, es un motivo con la suficiente fuerza para que la historia merezca llegar hasta a ti y a todos los que quieran asomarse a Ísbar, la ciudad más grande y decadente del mundo, poso de analogías de un mundo muy parecido al nuestro.

¡Otra cosa! No tengas reparos en hablarme, ya sea por aquí o por Instagram. Te contestaré en cuanto pueda.

Un fuerte abrazo,

Ángel G. Olmedo.

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