Te propongo hacer un ejercicio de imaginación compartida, tan sólo tú y yo. Será divertido y no nos llevará mucho rato. Tan sólo déjate llevar.
En primer lugar, construiremos el escenario donde vamos a situarnos. Será un territorio alejado de nuestra rueda del tiempo, más allá de los horizontes de nuestro mundo, pero con visos que recordarán aspectos de nuestra propia historia y nuestra cultura. En concreto, vamos a dibujar una especie de Siglo de Oro fantástico; ya sabes: gente con calzones, camisas acuchilladas —se llaman así, no es que estén acuchilladas—, greguescos, guardainfantes, herreruelos, fieltros de ala ancha con plumilla y, por supuesto, las típicas espadas roperas. Vamos, a lo «Alatriste», o a lo «mosquetero» de Dumas, si prefieres imaginarlo así.
¿Tienes el cuadro en tu mente?
Bien, porque ahora vamos a darle otras pinceladas al lienzo; recuerda que éste no es nuestro mundo, sino uno parecido. Llevemos la mirada arriba, lejos de todo el bullicio, y pongamos la atención sobre los cielos. Un colosal arco plateado, dividido en cuatro líneas de distinta anchura, cruza de parte a parte la bóveda celeste: son cuatro anillos planetarios que se ciernen sobre este mundo. Son de un color blanquecino, desvaídos durante el día, intensos y resplandecientes por la noche, como velando los sueños de los durmientes.
Pero más arriba, justo por encima de esta línea superior de anillos, otro objeto celeste aparece durante la luz vespertina y recorre el manto de luceros. Es una figura que a nuestros ojos parece algo más grande que nuestra luna, sólo que tiene una forma muy particular: en el centro un círculo cuyas dimensiones astronómicas se reducen a una elipse blanca en la distancia; unos anillos ovalados de gran anchura lo rodean. Los ciudadanos de este mundo llaman a este objeto el «Ojo de Dios», por su parecido a un ojo que se mueve vigilando por los cielos.
Y lo temen.
Y dado que los ciudadanos de este mundo temen a este objeto, ahora vamos a llevar nuestra lupa desde los cielos hacia el interior de las mentes de las personas de este universo. Vamos a escudriñar qué efectos emocionales restallan dentro de los corazones de aquellos que observan el Ojo de Dios.
Supongo que ya lo intuyes, pero como ocurre en algunas religiones de nuestro mundo, los dogmas de fe de este lugar imaginario se valen del miedo como herramienta de control moral y conductual de sus creyentes. Los preceptos de la Iglesia de Ísbar —así se llama el país donde nos ubicamos— son férreos, y al igual que suele ocurrir en nuestra existencia, aquí también existen subterfugios para evadirse del control moralista; esto ayuda a la gente a respirar algo de libertad cuando los padres de la Iglesia no están observando. Pero cuando el Ojo de Dios sale por el horizonte todo es diferente. Cuando el Ojo de Dios aparece durante el conticinio que impera en la noche, radiante y amenazador, las gentes callan y agachan el rostro, pues saben que Dios los está observando directamente, y no sus ministros.
Su presencia se siente como un cosquilleo en las nucas de aquellos que han transgredido las normas eclesiásticas. Quizá a los prelados y los calificadores del Santo Oficio se les escapen las iniquidades de los pecadores, pero no al Ojo. Esto es lo que hace que muchos que han caído en el vicio, la debilidad y la vileza eviten salir de noche. Y como suele ocurrir con otras religiones análogas basadas en la culpa, incluso los ateos y los apóstatas sienten la incomodidad de la presencia del Ojo sobre sus cabezas. Pues, como suele ocurrir, el dogmatismo de la doctrina se enquista tan adentro de las gentes que resulta un esfuerzo colosal deshacerse de estos miedos instintivos.
Pues sí, así es cómo ha aprovechado el Santo Oficio de Ísbar, la inveterada religión de mi novela, este astro para su cosmogonía.
Pero ¿qué es realmente el Ojo de Dios?
En este mundo imaginario, el objeto celeste no es más que otro planeta del sistema solar con una masiva cantidad de anillos a su alrededor. Parece una apuesta arriesgada, aunque no es descabellado algo así: el objeto está basado en un exoplaneta real de nuestro universo. Pues el Ojo de Dios es mi homenaje a lo que los astrónomos llaman «J1407b», un planeta con una cantidad de anillos exorbitados —¿esta expresión es un oxímoron? — que, si estuviera en la misma posición que Saturno, se vería desde la Tierra tal y como se ve desde Ísbar.
¿No te parece alucinante? De hecho, puedes ver en internet algunas interpretaciones artísticas de J1407b; son imágenes que ilustran cómo se vería el planeta si mirásemos al cielo.
Tenía ganas infinitas de mostrarte esta newsletter para describirte qué era exactamente el Ojo de Dios, el Ojo que todo lo ve, que nos vigila desde los cielos. En realidad, yo no puedo evocarte qué sensaciones exactas transmite, pero sí Dragos Corneli, el protagonista de mi novela.
¿Cuándo sale el libro? Seguro que ya lo sabes, aunque te lo recuerdo: La historia triste de un hombre justo verá la luz el próximo 5 de noviembre, momento en el que lo podrás tener en tus manos.
¿Qué te parece esto del Ojo de Dios? ¿Conoces alguna obra que haga este tipo de analogías? ¿Sabrías decirme si me ha influido otra obra de fantasía? Me interesa mucho saber si crees que este es un recurso potente para la novela. Escríbeme por aquí —te contestaré en cuanto pueda—, o por Instagram. Sígueme en redes, por cierto, pues ahí verás mi día a día de una forma más cercana.
Un abrazo,
Ángel G. Olmedo.