Te voy a contar un secreto.
Cada maestrillo tiene su librillo, dicen, y es verdad: cada escritor afronta las lides de su escritura como puede. Ahí no se le puede ayudar, es batalla de uno, un campo de batalla en el que estamos solos. El bloqueo del escritor aparece: los demonios de las inseguridades y los miedos nos rodean, y la magia de las musas se apaga; ellas se han marchado y no van a volver mientras pensemos en ellas o las llamemos —así de veleidosas son—.
Hasta la misma naturaleza caprichosa de las musas es distinta para cada caso, para cada pluma. Las mías son —como la de muchos otros— además de veleidosas, canallas, crueles si cabe. Me las imagino entre el follaje de mi mente, riéndose de mí mientras peleo solo contra mis miedos; saben que no me van a matar, y eso las divierte, lo convierten en un espectáculo. Luego, cuando estoy vencido —que no muerto—, se apiadan de mí, me rescatan con inspiraciones y caricias. Con el tiempo vuelven a desaparecer, las malditas, justo cuanto aparece el peligro.
Pero ¿sabes qué? Se las puede atraer para que te asistan en tu batalla interna, y eso es algo que sabe más de un escritor. Escribir todos los días alimenta la musa, y la inspiración y la inventiva aparecen de forma más automatizada. Pero ¿eso significa que siempre estemos a salvo? Bradbury decía que la experiencia y el trabajo son cruciales para alimentar la musa, pero eso no significa que dejen de jugártela. Y para afrontar esa «traición» de las musas, quienes llevan años escribiendo recurren a otras estrategias.
Mi secreto para afrontar el bloqueo del escritor, o el síndrome de la página en blanco, es muy particular: la música.
Ya lo ves, cuando estoy frente al folio en blanco, y no me sale nada, no se me ocurre ni por asomo llamar a las musas, pues sé que no voy a obtener respuestas. Si son canallas, pues entonces más canalla me pongo yo, y por eso llamo, precisamente, a la canalla compañera: mi guitarra.
Y entonces suelto el teclado y echo mano al instrumento. Disfrutando de la factura de cada giro de clavija voy pulsando el bordón para que me dé la nota mi. Esta cuerda me da la clave para afinar el resto: lo hago tranquilamente, sin prisas. Y sé lo que piensan mis musas: «nos está ignorando; porque cuando se pone con la música, este cabrón se olvida del mundo». Y lo hago, por supuesto que lo hago.
Entonces mis emociones se desbordan mientras toco las cuerdas, y lo hago sin importarme el tiempo que transcurra. Al fin y al cabo, soy consciente de que eso, el tiempo, es lo único que dominan ellas pues, escondidas como estaban, empiezan a acercarse sigilosamente atraídas por mi música. Ya no disfrutan con mi apaleamiento, pues la melodía es el único espectáculo que les brindo. O lo toman o lo dejan.
Y entonces ocurre que cuando las tengo de frente les canto una canción. Luego, desapasionado, suelto mi guitarra, las miro con tedio, y les digo inmisericorde: «Venga, ahora dejad de hacer el gilipollas que tengo que ponerme a escribir».
Así fue surgiendo poco a poco la novela que te traigo este 5 de noviembre; muchas partes fueron escritas precedidas de unos acordes maravillosos, punzados en cuerdas de guitarra que me calentaron las yemas de los dedos para ser posadas, más tarde, sobre las teclas. Espero de todo corazón haber imprimido mis sensaciones en ellas; en un folio que una vez estuvo bloqueado, en blanco; en las palabras que unas musas vencidas me susurraron a los oídos.
Recuerden, recuerden, el 5 de noviembre: emoción, música y publicación.
Ángel G. Olmedo.
P.D.: Por si te preguntas qué hacen ahora mis musas, están enfadadas conmigo; no les gusta que las exponga delante de ti. Que se jodan, ¿no? A veces hay que devolvérsela.