No siempre sale a tu gusto ni es el momento, te lo garantizo. La tecla se te resiste, el papel en blanco te desafía y no te queda más remedio que abandonar el taller de los cuentos por un tiempo: te alejas de los rincones de la fantasía, de los libros y de los procesadores de texto, y todo para perderte en el mundo real, desagradecido e insípido comparado con el mundo de la imaginación. Pero una escuela inconmensurable para el alma.
Entras en los bares y las cafeterías a estimularte con las palabras ajenas, te dejas llevar hasta donde las aceras te permiten; y si el suelo es demasiado sólido para evocarte nada, decides recurrir a lo que nunca falla: descalzarte en la arena, arrimado a la espuma del mar. El bendito mar que todo lo cura sin pedirte nada más a cambio que tu insignificante presencia.
En esas lides me hallaba durante este último enero, cavilando frente al mar en una de las playas de levante de La Línea de la Concepción —tenemos la virtud de vivir sobre un istmo rodeado de agua—. Cualquiera diría que padezco el llamado «síndrome de la página en blanco», o «el bloqueo del escritor», pero ese no era el problema en absoluto, dado que aquella tarde las palabras fluían bajo mis dedos con grande facilidad. Supongo que eso diferencia a los apóstoles de twitter, adalides maestros liendres de la literatura, de quienes saben ubicarse profesionalmente como escritores. No era un problema de inspiración, sino el problema común que tenemos todos los escritores, ese que muchos adolecen de no percibirlo.
Porque ser consciente de nuestra posición como contadores de historias, de nuestro conocimiento y nuestra capacidad de exportarlo en la literatura es crucial para dedicarse a este oficio. Así que en absoluto se trataba de la estúpida paginita en blanco. De hecho, la página me salió perfecta ese día: construí la historia en su forma y estructura con impecabilidad; el volcado de la exposición se me presentaba con las palabras precisas —al fin y al cabo, se trata de eso, de precisión—. Pero aun así la leí y no terminé contento, a pesar de la buena ejecución de la prosa. Y cuando eso ocurre es que algo falla más allá del estilo, la forma y la eficacia. Es entonces cuando debemos releer lo que acabamos de escribir y preguntarnos a nosotros mismos una sencilla: ¿era el momento de escribir esta mierda?
Porque a veces se trata tan sólo de eso, de que aún no he peinado suficientes canas, de no haber viajado lo suficiente o no haber leído lo adecuado para escribir lo que pretendo escribir. A veces se trata de que el alma sufre marasmo de experiencias y desfallece por dentro mientras el bello estilo enmascara las deficiencias que nuestro ego enarbola con impetuosidad. Y esa es una batalla perdida a largo plazo; cae la máscara del escritor para mostrar al escribidor.
En mi caso, es entonces cuando decido echar un paso atrás y volver al inmisericorde mundo real, con el que me vuelvo a reencontrar y reconciliar conmigo mismo; pues debo recordarme que debo callar cuando toca, y dedicarme tan sólo a observar lo que hay a mi alrededor. Como dice Dragos Corneli a su paje: «Un hombre no es nada sin experiencias».
¿Aún no conoces a Dragos? Clica aquí y tiéndele la mano. Es huraño pero sabio.
En fin, que no siempre sale un texto a tu gusto, por muy a gusto que esté al de todos, por muy bien escrito que creas que esté. A veces es más importante parar de escribir, cavilar el asunto y volver al tema cuando sea el momento adecuado, si se presenta. Sólo así sabremos si era necesario.
Ángel